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Con motivo de su segundo centenario. 
Iztueta, escritor paisajista
  
El Diario Vasco, San Sebastián , 18 de Noviembre de 1967
Por José Garmendia
El 1 de septiembre de 1929, el grupo ”Eusko – Ikaskuntzak” colocaba sobre la pared de la casa en que naciera Iztueta, en acto sencillo pero emocionado, una lápida cuya inscripción reza de este modo:

Juan Ignacio Iztueta
“Guipuzkoako dantzak” liburua
eguin zuanari
1824-26 Eusko Ikaskuntzak 1929

Muy compleja es, sin embargo, la figura de Juan Ignacio de Iztueta para considerarla tan sólo como maestro y cantor de las danzas.  Aunque hijo de hidalgo, humilde marraguero en los primeros albores de su vida, amante de las costumbres tradiciones, danzas y canciones, de su historia, en una palabra, de lodo lo bello encerrado en el relicario de Cantabria, es él a pesar de su ingenuidad histórica, un escritor colmado de madurez en su obra “Guipuzcoaco condaira”. En todas sus páginas rezuma este libro auras y esencias campestres y sobre todo, queda en el alma una impresión de Iztueta como el más delicado y exaltado intérprete de la orografía guipuzcoana, como un paisajista enamorado del lienzo que pinta.

Yo creo saludar en Iztueta uno de los primeros adelantados escritores paisajistas de la literatura vasca.

A pesar de sus erderismos o castellanismos, tan frecuentes entonces como es fácil de constatar en los devocionarios y sobre todo de su primer tiempo, no es él un escritor que traduce al vasco el pensamiento castellanamente concebido. Iztueta ama y piensa en vasco y en vasco escribe (mucho mejor que en castellano); de ahí que ni Manterola ni Azkue en su famoso diccionario ni nadie haya sido capaz de traducir al castellano el verso inicial de la poesía “Kontxeshiri”: “Maite bat maitatzen det maitagarria”. Ni es un escritor y poeta de “estados” que necesita de escenario y ambiente emocionales para hacer aflorar a las páginas el hondo sentimiento lírico represado en su corazón. Iztueta es gran escritor y poeta vascongado, precisamente por su inspiración tierna y espontánea. A todo se acerca con ingenuidad de alma de niño, como si todo estuviera por descubrir y ver. Y así, después de sus numerosas andanzas por el País Vasco con su irrefrenable curiosidad y consabido amor, será un autentico y original, el primer pintor de paisajes,  paisajes dulces y soledosos de la húmeda Vasconia.

¡Cuántas veces, su corazón preocupado, roto por los avatares de la dura realidad, se serenó en la contemplación de las bellezas que le ofrecía la montaña: Cuánto de hermoso tiene la montaña (“mendi zoragarri oec”), con su cielo limpio (“ceru me eder garbi ta alaia”) y su silencio rumoroso del tilín de las esquilas, con sus amaneceres y crepúsculos de tonalidades vagas, se adentró en su corazón hasta formar un hondo remanso de paz espiritual y le sirvió de evasión de la vida que se le mostró tan airada.

De su casa, situada cabe el camino y en el arranque de Aralar, sube muchas veces, sin otra cosa que hacer, a la cumbre del Larrunarri —gigantes- como pétreo de la sierra vasco-navarra. Unas veces queda aquí, en la altura, extático, “bebiendo” el paisaje sin jamás poder hartarse (“campo zabal  icusgarriari beguira ezin aspertuz”) y oirá de labios de rudos pastores narraciones y leyendas antiguas.

Otras veces, visita los bellos parajes, surcados de fuentes y manantiales y la canción de cristal llega a su corazón con el ritmo de un surtidor (“azpitic gora pill pill pill”). Fino y sensible oído el suyo que supo incorporar a su vida tantas canciones tonadas y aires antiguos.

Ya maduro, siente Iztueta en su alma la comezón e inquietudes atávicas que, arrancándole de su hogar, le llevan en una peregrinación jalonada de entrañables recuerdos, a los rincones todos del País Vasco. Sus ojos,  desmesuradamente abiertos, quedan prendidos en la magia del paisaje, contemplando el maravilloso lienzo de la región cántabra, la línea quebrada de las tierras de labranza, los caseríos blancos de cal, diseminados en las  “enloquecedoras cumbres”, el curso del río que trabajosamente se abre camino en la hondonada del valle, los manchones negros de árboles seculares y por fin, en lontananza, difuminado como un vago ensueño, el tumulto de grandiosas montañas, piedra y tierra hechos delirio. Impresionante orografía esta, la guipuzcoana, si nos allegamos a cualquier altura o cumbre.

Toda esta sensación de color y equilibrio paisajistas —cielo de cumbres, rumor de fontanas tipismo del país-- nos dejará palpitante, en estilo flexible y galano, en su libro póstumo de la Historia de Guipúzcoa.

Con aquel lirismo, con aquel amor encendido al aire y al cielo guipuzcoanos, de haber nacido Iztueta en nuestros días, no cabe duda que hubiera sido un raro escritor paisajista como ya se nos muestra al fin de su vida.

Aralar y la cumbre del Larrunarri, las montañas que rodeaban el reducido caserío de 18 casas de que constaba Zaldivia en su centro como él mismo nos dice, adentraron tan hondamente en su corazón que allá dentro quedaron para ser evocados y recordados en los últimos días de su vida.

Zaldivia,  su pueblo natal,  hoy muy distinto de aquel otro pastoril y rural,  pero como entonces a la sombra del Aralar y bajo el amparo del vigía alerta del picacho del Larrunarri, se apresta en su bello marco a tributarle un grandioso homenaje en la semana del 26 de noviembre al 3 de diciembre. No queríamos que faltara esta consideración de Iztueta, no sólo como dantzari y escritor, sino como cantor de las cumbres y de los ríos, como un verdadero paisajista de la literatura vascongada.

Sevilla, noviembre de 1967